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17/7/2017
Ilustración de Ada Peña
Es ya trillado afirmar que la sociedad en la que vivimos ha sido torneada, definida y formada por sus descubrimientos y desarrollos científicos y tecnológicos. Sin embargo, esa influencia ha percolado tan profundamente en los intersticios de ese arreglo abigarrado de ideas, prejuicios, expresiones, inventos e historias que llamamos cultura que es muy fácil olvidar cómo, no solamente la ciencia, sino la forma de pensar requerida para hacer ciencia nos ha acompañado desde muy temprano en nuestro andar evolutivo.
Una historia apócrifa, adjudicada al filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein, cuenta que en una ocasión un interlocutor le comentaba cuán sorprendente era la ignorancia de los antiguos que pensaban que el Sol giraba alrededor de La Tierra, cuando era obvio para cualquiera que tuviese ojos que lo que ocurría era que nuestro planeta giraba alrededor del Sol, a lo que Wittgenstein responde, parafraseando: «Cierto, pero lo que me encantaría saber es cómo se vería el mundo si fuese cierto que el Sol realmente girase alrededor de la Tierra». La moraleja de la historia es que aquello que conocemos del mundo en gran medida determina las preguntas que consideramos adecuadas sobre la naturaleza.
Es precisamente por esto que es preocupante notar lo desconectado que se encuentra el ciudadano común del mundo de la ciencia. Aquí no hablamos solamente de los últimos desarrollos y descubrimientos y de su impacto en la salud o la billetera del público, sino también de los aspectos sociológicos y culturales del quehacer científico.
Normalmente los medios de comunicación tienden a tratar los temas científicos de dos maneras que no podrían ser más dispares: aquellos temas que se cree que son fáciles de tratar en unas pocas líneas reciben un tratamiento casi sensacionalista, mientras que los que los más complicados son tratados con un tono que curaría el insomnio más recalcitrante ¿Nos sorprende entonces que la mayoría de la población sienta que la ciencia habita un lugar recóndito en nuestras sociedades, solamente tocando el día a día mediante los avances tecnológicos disponibles en la tienda más cercana?
The Big Bang Theory es una comedia situacional muy divertida pero cómplice de la propaganda al estereotipo del científico torpe, distraído, sicópata, vulcano de paja.
Aquí es donde los científicos tendemos a hacerle un flaco favor al entendimiento científico del público. En las pocas oportunidades que tenemos la atención de una audiencia no especialista, tendemos a preocuparnos tanto por ser percibidos como autoridades racionales e imparciales y a convencer a nuestros escuchas de la importancia de lo que hacemos que tendemos a ofuscar los matices y complejidades de nuestro quehacer. De dónde creemos pues que viene el poco interés del público en escucharnos y la facilidad con que calan en el imaginario popular las representaciones usuales de los científicos: distraídos, torpes, vulcanos de paja, habitantes de una torre de marfil académica y, en ya no pocas ocasiones, sicópatas para los que nada importa más allá de su investigación.
Una de las fallas que lleva a lo que mencionamos es la forma en que explicamos la historia de muchos de los avances científicos del pasado. Incluso cuando entrenamos a la próxima generación de científicos, ingenieros y tecnólogos tendemos a presentar el quehacer científico de manera lineal donde una idea lleva a un descubrimiento, un descubrimiento lleva a una formulación teórica que a su vez llevan a una teoría mejorada o a un descubrimiento más profundo y así sucesivamente en una inevitable e indetenible lista de hombres insignes (occidentales) y sus logros. Y, aunque recientemente se reconocen cada vez más las contribuciones de las mujeres y de otras culturas más allá de la occidental, aún tendemos a presentar a la ciencia como una línea ininterrumpida de progreso y avance, aséptica, sin manchas de casualidad, accidente o emociones humanas.
El mundo actual no es muy amigable a esa comprensión lineal de la historia, menos aún de la historia de la ciencia. Estamos cada vez más interconectados; las acciones de un grupo, o incluso de un individuo, generan ondas de cambio que se mueven cada vez más y más rápido a lo largo del mundo y, sin saberlo, cambian lo mundano y lo trascendental.
Un inversionista preocupado por el aumento del número de hipotecas morosas y abandonadas por los habitantes suburbanos en Estados Unidos en 2006 decide mover los activos de su fondo de bonos basados en bienes raíces a productos como el petróleo o el trigo, causando sendos aumentos de precio. En Estados Unidos el precio de la gasolina para vehículos alcanza los 4 dólares por galón, disparando el interés público por los vehículos híbridos y eléctricos y clavando una estaca en el corazón de modelos más grandes, como el Hummer, y sumiendo a General Motors en una profunda crisis, que terminaría requiriendo una inyección de capital por parte del gobierno federal de los Estados Unidos del orden de 20 millardos de dólares; enmarcado todo esto en los tectónicos eventos que hoy en día han recibido el casi inofensivo nombre de La Gran Recesión de 2008.
En otro lado del mundo sociedades con muy marcadas desigualdades socioeconómicas y fuertemente dependientes de la exportación de crudo reciben el impacto de esas olas de cambio: los beneficios del aumento en los precios del petróleo llegan solamente a unas pocas manos mientras que una población joven creciente encuentra desempleo, pocas oportunidades de progreso y, gracias al aumento de los precios de productos básicos como el trigo, una hambruna cada vez más alarmante que los lleva a las calles a protestar. Las protestas son confrontadas brutalmente por los organismos de seguridad estatales pero gracias a la facilidad de comunicación y coordinación que permiten las redes sociales, los manifestantes pueden organizarse y pueden mostrar al mundo lo que ocurre, lo que dispara protestas en incluso más lugares de la región, reconfigurando al menos 10 países. Hoy en día llamamos a esos hechos La Primavera Árabe, y sus consecuencias, positivas y negativas, aún se sienten en la región y en el resto del mundo.
Lo que mencionamos aquí va mucho más allá de la malinterpretación de la Teoría del Caos y Sistemas Complejos que recibe el nombre popular de Efecto Mariposa: las ondas de cambio que recorren la historia no son solamente la consecuencia del proverbial batir de las alas de un insecto que son magnificados a través de incontables interacciones mensurables y fácilmente rastreables para un ser con la visión suficientemente amplia. La casualidad, la serendipia y la suerte juegan un rol fundamental en el cambio de nuestras sociedades y hacen que la predicción del impacto a largo plazo de una acción o idea sea equivalente a la caza de El Dorado o la Fuente de la Eterna Juventud. La red de cambio del conocimiento, la ciencia y la historia nos conecta a todos y no tenemos opción salvo aceptar las presiones que eso nos causa y buscar la destreza y fortaleza mental e institucional para navegar la red de cambios del mundo moderno. El genuino tsunami de cambios del mundo moderno y su cada vez mayor y más acelerado impacto en nuestras vidas son suficientes para hacer que la presión arterial le aumente al más pintado.
Stephen Hales, Muchos de sus experimentos hoy en día serían considerados sencillamente bárbaros ejemplos de abuso animal. Imagen de Wikipedia, pintura de James MacArdell.
La presión sanguínea era precisamente el problema que mantenía despiertos a algunos brillantes pensadores de oficio del siglo XVI. Entre ellos un sacerdote llamado Stephen Hales, quien en 1709 obtuvo un cómodo trabajo de por vida como vicario de la parroquia de Teddington. La seguridad de su posición le permitió investigar la fisiología de animales y plantas. Muchos de sus experimentos hoy en día serían considerados sencillamente bárbaros ejemplos de abuso animal: construyó moldes de las tráqueas y pulmones de varios animales usando plomo fundido y fue el primer hombre en medir la presión arterial al insertar tubos de vidrio en las arterias y ver la altura que alcanzaba la columna de sangre con el palpitar del corazón. Esto lo llevó a conjeturar que era precisamente la presión sanguínea la que disparaba los movimientos de los músculos, pero como lamentablemente pudo corroborar el mismo Hales, los capilares musculares no son capaces de proveer la suficiente presión como para que los músculos funcionasen como un sistema puramente neumático.
Los primeros pasos a la respuesta los dió en la venerabilísima Universidad de Boloña un profesor de anatomía llamado Luigi Galvani. Galvani pensaba que si no era sangre el fluido que generaba el movimiento muscular, bien podría ser otro que hasta el momento no se hubiese descubierto, especialmente alguno que tuviese relación con los descubrimientos electrostáticos de Otto von Guericke, Stephen Gray y Benjamin Franklin. La leyenda cuenta que en una tormentosa noche boloñesa Galvani había colocado las patas de una desafortunada rana en un soporte de hierro y casualmente rozó uno de los nervios con uno de los ganchos de cobre que estaba empleando en su experimento. La pata de la rana se contrajo y lo hizo cada vez que se rozaba el nervio con el cobre. Galvani llamó al fenómeno Electricidad Animal puesto que afirmaba que era generada por la rana (o lo que quedaba de ella) y era un fenómeno que solamente se presentaba en animales.
Pocas cosas son más intensas que las rivalidades entre académicos y Galvani no estuvo exento de críticos. Uno de ellos es uno de esos nexos en la red de la historia de la ciencia porque su impacto nos lleva, entre muchos otros inventos que han formado nuestro mundo actual, a los tratamientos de la malaria, las baterías y el motor de combustión interna. Estamos hablando, por supuesto, del electrizante profesor de la Universidad de Pavía, Alessandro Volta. Donde Volta criticaba intensamente a Galvani era en el origen de la electricidad que generaba el movimiento de la humide ranita: mientras Galvani había adscrito su origen exclusivamente a los seres vivos (una idea que luego sería tomada por Mary Wollstonecraft Shelley para su novela, Frankenstein). Volta rebatió afirmando que los seres vivos no eran especiales; simplemente cumplían la función de ser una masa húmeda y salada. Para demostrarlo construyó discos de cobre y zinc y los apiló unos sobre otros colocando entre ellos discos de cartón humedecidos con una solución salina y encontró que al tocar los extremos del arreglo se generaba un chispazo eléctrico. A mayor número de discos, mayor el chispazo. Volta creó así la primera pila eléctrica, que por su similaridad con arreglos de artillería, recibiría luego el nombre de batería.
Como suele ocurrir con descubrimientos científicos desconcertantes pero interesantes, timadores, seudocientíficos y demás personas de pocos escrúpulos aprovechan la curiosidad del público para ganar fama y fortuna (basta con ver hoy en día la cantidad de seudomedicinas y demás egaños que se aprovechan de la fascinación del público por la mecánica cuántica o la genética molecular). Uno de esos dudosos personajes que decidió tomar ventaja del interés por la llamada Electricidad Animal fue un teólogo y médico vienés llamado Anton Mesmer (quien dió origen a la palabra inglesa mesmerize). Mesmer se hizo famoso por su teoría del Magnetismo Animal, que afirmaba que bastaba con electrificar el fluido magnético en el interior de todo ser vivo para curar un sinfín de enfermedades. Sus espectaculares demostraciones de lo que hoy llamaríamos hipnotismo (Mesmer entraba a sus presentaciones trajeado de plumas y túnicas multicolor) le permitieron ganar adeptos entre los cuales se contaban Wolfgang Amadeus Mozart y la reina María Antonieta. Su fama lo llevó a París, donde un escéptico Luis XVI convocó una comisión en 1784 para investigar la veracidad de las afirmaciones de Mesmer. Tras investigar cuidadosamente al colorido Mesmer, la comisión decidió que las “curas” que se adjudicaba Mesmer se debían a la remisión natural de las condiciones tratadas o al autoengaño del paciente (lo que hoy llamaríamos Efecto Placebo). Dicha comisión contó con la presencia de notables mentes científicas como Antoine Lavoisier (conocido como el padre de la química moderna), el Dr. Joseph Guillotin (cuyo invento sería, casual y trágicamente, lo que le quitaría la vida a Lavoisier) y Benjamin Franklin.
Estatua de la Libertad. Foto de Dominique James, Wikipedia.
Franklin se encontraba en Francia en calidad de embajador de los Estados Unidos, debido en parte a la amistad entre la naciente república y Francia. Francia había financiado y participado activamente en la guerra independentista de Estados Unidos a tal magnitud que ya para 1780 el país estaba en la quiebra, que fue una de las causas clave de la Revolución Francesa. Fue precisamente la amistad entre ambos países y el miedo en Francia de una vuelta al Gran Terror que siguió tras la Revolución lo que llevó, en 1875, al gobierno francés a solicitar la creación de una enorme estatua que sirviera de recordatorio para todo francés de los valores republicanos de la Revolución. El ingeniero que construiría a Lady Liberty fue Gustave Eiffel, ya famoso por la construcción de puentes y acueductos. La técnica de construcción preferida por Eiffel, y que emplearía en la estructura interna de la Estatua de la Libertad, eran las vigas remachadas que eran perforadas por máquinas programadas con tarjetas perforadas. Este método de construcción permitía emplear mano de obra sin mucha experiencia o entrenamiento: solamente hacía falta cuatro hombres para insertar un remache en las piezas prefabricadas: uno para calentar el remache, uno para colocarlo en su lugar, otro para darle forma a la cabeza del remache y finalmente otro para martillarlo en su lugar. Al enfriarse los remaches proveían la rigidez estructural que ha mantenido erectas esas construcciones hasta nuestros días.
La idea de usar tarjetas perforadas para programar las máquinas que perforaban las vigas de Eiffel había sido empleada en 1846 en la construcción del Brittania Bridge. El puente, debido a exigencias del Almirantazgo británico, debió ser construido con una estructura que requería más de 2.190.000 remaches, una cantidad imposible de realizar manualmente en el tiempo requerido. La solución vino del instrumentista galés Richard Roberts, quien tomó la idea del telar ideado por Joseph Marie Jacquard en 1801. El telar de Jacquard permitía, prácticamente sin intervención humana, producir de forma masiva los más elaborados patrones de brocado que anteriormente requerían muchísimo tiempo y la habilidad de un operador entrenado. Las perforaciones en las tarjetas codificaban el patrón deseado de manera tal que cuando se presionaba sobre ellas un arreglo de ganchos con resortes solamente los correctos atravesaban los agujeros. Los ganchos entonces capturaban las hebras deseadas en la tela para que luego una lanzadera automatizada completara el patrón.
El éxito de las tarjetas perforadas como medio de programación y manejo de datos fue perfeccionado por un inventor neoyorquino cuyo cuñado trabajaba en la industria textil. Lo que hizo fue reemplazar los ganchos del telar por agujas que al pasar por los huecos de las tarjetas cerraban circuitos eléctricos, los cuales movían engranes numerados. De esta manera era posible contar y realizar cálculos rápida y fácilmente, que fue música para los oídos del Buró de Censos de Estados Unidos que se encontraba intimidado por una explosión demográfica debido a inmigrantes persiguiendo el sueño de la Estatua de la Libertad. Con esta nueva máquina tabuladora electromecánica el censo estadounidense de 1890 redujo el tiempo para procesar los datos de 8 años a 6. El inventor neoyorquino era Herman Hollerith y la compañía que creó para la tarea del censo se llamó The Computing-Tabulating-Recording Company, que en 1924 cambiaría su nombre a International Business Machines, IBM y eventualmente sería instrumental en la popularización de la computación personal, permitiéndole a Ud. leer este artículo.
Maquina perforadora semiautomática, Musée des Arts et Métiers, París, Francia. Foto: David Monniaux.
Es así entonces como partiendo de la presión arterial, pasando por la Electricidad Animal, el mesmerismo, las relaciones diplomáticas franco estadounidenses, la Torre Eiffel, las máquinas remachadoras, los telares y los censos llegamos a las computadoras personales y al mundo interconectado de hoy en día en el que todos estamos en permanente contacto, recibiendo información de nuestro mundo en vivo y directo a cada minuto. Expuestos constantemente a una vorágine de cambio científico, tecnológico y social que reta nuestros prejuicios, creencias e instituciones y exige una mente abierta y, más que nada, activa de cada uno de nosotros.
Si esto le produce estrés y aumenta su presión sanguínea, agradezca a Stephen Hales y no se preocupe, la red de cambios que hemos navegado abarca a todos los seres humanos que han existido, existen y existirán, incluyendolo a usted, a mí y a los más de 7 millardos de habitantes del planeta y, aunque parezca inconmensurable, cada uno de nosotros tiene una herramienta clave para navegar las olas de cambio y adaptarse a ellas: el cerebro humano con su más de 100 millardos de neuronas interconectadas de un billón de maneras distintas y únicas. Es precisamente la mente humana la que ha creado la ciencia y el arte que nos ha convertido en quienes somos hoy, miembros de una sociedad global en la que cada uno produce nuevas conexiones en la red de cambio.
Así que no se preocupe, aprenda sobre ciencia, arte, historia o algún otro asunto de su interés y cree nuevas conexiones, nuevas ondas de cambio que podrían ser parte fundamental de nuestro futuro, de la humanidad.