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Por Paula Ximena García Reynaldos
Mañana 14 de julio cuando el árbitro indique el final del partido entre los equipos de futbol de Croacia y Francia, en Rusia, habrá un nuevo campeón mundial -quizá uno totalmente nuevo- y aunque en los días siguientes posiblemente se siga hablando de lo sucedido, el interés se diluirá poco a poco y la mayoría de nosotros volveremos a esa “normalidad” en la que el futbol ya no será parte importante de nuestras conversaciones de todos los días.
El Mundial se acaba, la vida sigue, incluso el futbol sigue: los integrantes de las selecciones nacionales regresan a sus clubes, inician otros torneos. Y así, la vida continúa también para los aficionados al futbol, que en otros escenarios y circunstancias podrán sentir las emociones, alegrías y tristezas que vienen de seguir este deporte.
Sin duda un torneo corto e intenso como una Copa Mundial tiene una concentración muy grande de esas emociones, las que además parecen amplificarse, al involucrar no sólo a grupos de seguidores de uno u otro club de futbol, sino prácticamente a países enteros.
Este Mundial no fue la excepción, en las trasmisiones de cada partido hemos visto no sólo goles, autogoles, penalties, atajadas, sino también las caras de alegría y tristeza de los mismos futbolistas y de los fanáticos de los correspondientes equipos. En México tuvimos nuestra buena dosis de éxtasis y desgracia: el día que México venció a Alemania en su primer partido en la fase de grupos, yo misma dije que nunca había visto a tanta gente tan feliz por la misma razón, cuando visité “El Ángel”, monumento en la Ciudad de México en donde se celebran las victorias de la Selección Mexicana, y luego sufrimos lo indecible, cuando nuestro equipo fue eliminado definitivamente de la competencia por Brasil (acompañado de Neymar y sus infames caídas).
A los jugadores de muchos equipos los vimos tristes, llorando algunas veces al terminar los partidos o incluso durante el partido, como el uruguayo José Giménez que lloró en el minuto 88 del partido de eliminación de cuartos de final, al estar en la barrera de un tiro libre, cuando su equipo estaba perdiendo contra Francia 2-0.
También en los cuartos de final vimos la infinita tristeza de los futbolistas y aficionados rusos, cuando su selección, cuyo desempeño fue más que sorprendente, terminó perdió en penalties contra otro de los finalistas: Croacia.
Si nosotros mismos somos aficionados a algún deporte –sea el futbol o no- podemos imaginar en cierta medida lo que sintieron los uruguayos, los rusos, los mexicanos, los españoles, los alemanes -y aficionados de todos los equipos que se fueron quedando en el camino-. Incluso aunque piensen: “pero sí sólo es un juego, deberían de tomarlo mejor”, es casi seguro que en el fondo sientan algún tipo de sentimiento de empatía con las personas tristes.
Si sienten empatía es justo porque son humanos, y también esa misma característica que nos hace “ponernos en los zapatos de los otros”, tiene que ver con la forma en la que nos involucramos emocionalmente cuando somos seguidores de algún tipo de deporte.
Lo que sienten los aficionados cuando animan a su equipo, tiene en parte que ver con un sentido de pertenencia y comunidad, sin embargo el hecho de que los aficionados “solitarios” –aquellos que no van a los estadios o no ven los deportes junto con otras personas- se involucren emocionalmente, hace pensar que no es lo único que lleva a los seres humanos a ser fanáticos de un deporte.
Aunque hasta ahora se han hecho pocos estudios para contar con más elementos para conocer cómo y por qué nos interesamos en un deporte sin jugarlo, existen algunos resultados que nos proporcionan algunas pistas.
Durante la Copa Mundial de 1994 en EE UU, un grupo de investigadores de la Universidad de Georgia en Atlanta, encabezados por el psicólogo social James Dabbs, (1) realizaron mediciones de testosterona en la saliva de hombres italianos y brasileños, antes y después del partido final –en el que Brasil ganó su cuarto campeonato mundial- y encontraron que los niveles de los brasileños, una vez que había ganado su equipo, aumentaron alrededor de 28 por ciento, mientras que en los italianos bajaron un 27 por ciento. Con otros estudios hechos sobre los propios deportistas se sabe que estas subidas y caídas de testosterona ocurren en los competidores cuando ganan y cuando pierden respectivamente. Así el Dr. Dabbs llegó a la conclusión de que esto mostraba que los espectadores empatizaban de tal forma con los futbolistas, que experimentaban los mismos cambios hormonales, como si participaran en el juego.
Esta empatía viene sin duda de procesos bioquímicos en nuestro cerebro, que es a final de cuentas quien controla es sistema endócrino que produce hormonas como la testosterona. Arthur Aron, un investigador de la Universidad de Stonybrook, NY, (2) que se dedica a estudiar las relaciones sociales desde las neurociencias, dice que cuando un aficionado de los deportes ve a su equipo favorito, en su cerebro se activan las mismas regiones que cuando ver a un ser amado, aquellas relacionadas con la producción de dopamina, un neurotransmisor importante para ciertos movimientos de nuestro cuerpo, pero también relacionado con el humor, la atención, el aprendizaje y de forma muy importante con la motivación y la recompensa.
Aron explica que la anticipación de felicidad que sentimos cuando sabemos que veremos a alguien querido, tiene que ver con la dopamina, pero si eso ocurre sin que lo sepamos de antemano, la producción de dopamina es mayor. Algo similar ocurre cuando vemos ganar de forma inesperada a nuestro equipo, lo que explica en parte la infinita alegría que nos dio a los mexicanos el triunfo de la selección contra Alemania.
De cualquier forma, este sistema de “recompensa” de dopamina que nos hace generar recuerdos felices, no explica completamente nuestra forma de involucrarnos al ver deportes, a fin de cuentas nuestro equipo no siempre gana. Pero no hay que olvidar que los aficionados a los deportes no sólo disfrutan el resultado final de una competencia, es también el proceso: en los 90 minutos que dura un partido de futbol, los seguidores van sufriendo y alegrándose –y a veces aburriéndose- junto con los verdaderos protagonistas.
Esta relación tan directa que surge al ver un juego de futbol o de cualquier otro deporte, tiene que ver con las llamadas neuronas espejo. Una neurona espejo es aquella que se activa cuando se realiza una acción, como por ejemplo patear un balón, pero también cuando vemos a alguien realizar esa acción de patear un balón. Se ha asociado a las neuronas espejo con procesos de imitación y aprendizaje, y aunque no está del todo claro si su existencia fue crucial para la evolución de nuestra especie o si surgieron más bien de esa evolución, se considera que son importantes en aspectos que nos definen como humanos, justamente como la empatía y el lenguaje.
Nuestro sistema de neuronas espejo puede explicar entonces por qué nos relacionamos tan cercanamente, no sólo con los jugadores de nuestro equipo favorito, sino que incluso llegamos a sentirnos como el entrenador y le vociferamos instrucciones a la televisión.
Sin embargo al final de cuentas queda algo que sigue siendo lo más difícil de explicar biológicamente: por qué “le vamos” a nuestro equipo después de que pierde no una, sino muchas veces. El periodista y escritor estadounidense Eric Simons, autor del libro The Secret Lives of Sports Fans: The Science of Sports Obsession, al respecto dice: “Nuestra habilidad de amar a nuestros equipos y volver a ellos cuando nos fallan, me parece a mí, una gran parte de lo que nos hace humanos […] Para nosotros, y solamente para nosotros, es mejor amar y perder que no amar jamás”.
Referencias
(1) Testosterone, the Rogue Hormone, Is Getting a Makeover, David France, New York Times, 17 de febrero 1999. Artículo sobre el estudio de James Dabbs
(2) Why You’re Still a Fan, Despite All the Crap: A Look Inside Your Brain, Eric Simmons, Deadspin, 24 de mayo de 2013. Artículo que incluye referencias a los estudios de Arthur Aron.